El problema de la política científica y tecnológica en Argentina se ha instalado en el debate público de la peor manera posible. No solamente por el tono desmesurado con el que se plantea el debate, sino porque además se incurre en un importante error al simplificar el problema, como si se tratara solamente del CONICET. Más allá de su importancia, el CONICET representa una cuarta parte de los investigadores con los que cuenta el país. La mayor parte de ellos, como ya hemos visto, se encuentra en las universidades nacionales. Por lo tanto, el sistema institucional de la ciencia y la tecnología (o el sistema de innovación, según otra mirada) se compone de muchas otras instituciones públicas y privadas; las universidades entre ellas, además de organismos como el INTA, el INTI, la CNEA, la CONAE y también las empresas y otros actores del ámbito privado.
El leitmotiv de esta serie de notas es la necesidad de cambiar.
Hago mía la consigna de que “cambiar es rediseñar”, como sugería Nacho Avalos
en su comentario. Creo que tiene mucha razón y que ese es el meollo del
problema. La idea del rediseño tiene que ver con la funcionalidad de las
instituciones y de los instrumentos con los que éstas operan.
Un sistema agotado
El sistema institucional de la ciencia y la tecnología en
Argentina ha logrado éxitos indiscutibles, pero hoy es, en gran medida, obsoleto.
No aprovecha bien los recursos, no se ajusta a los rasgos principales del proceso
de creación de conocimiento en esta época de fronteras que se abren, no
recompensa ni estimula adecuadamente a los investigadores ni opera sobre un
mapa orientador de las necesidades sociales y productivas del país. Tampoco
alienta la investigación interdisciplinaria, que es la herramienta
imprescindible para el abordaje de los problemas complejos, como son los que
tienen que ver con el ambiente, la salud, la alimentación o la pobreza, entre
otros. Una de sus consecuencias es el rendimiento menguante de la producción
científica, al que ya he hecho mención en las entradas anteriores. No debe sorprender
hablar de obsolescencia si se tiene presente que tanto las instituciones científicas
y tecnológicas, como los principales programas y planes que impulsan han sido
diseñados en contextos que han quedado muy atrás.
Desde su creación a mediados del siglo pasado, el entramado institucional tuvo un primer impulso en los años cincuenta y durante las décadas siguientes experimentó pocas modificaciones y éstas fueron más bien formales y burocráticas. Fue así hasta el período comprendido entre 1996 y 1999, en el que se intentó reestructurarlo bajo la perspectiva de desarrollar el sistema nacional de innovación. No obstante, en general la historia institucional de la política científica y tecnológica ha transcurrido más próxima a la perspectiva y los intereses de la investigación académica, que a las demandas del sector productivo.
Una historia bastante reciente
La política científica y tecnológica tal como hoy la
conocemos no ha cumplido cien años. En el mundo, su auge es tributario de la
segunda guerra mundial. Muy pocas instituciones -entre ellas el CNRS francés y
la Academia de Ciencias de la Unión Soviética- son previas al conflicto. La
importancia del papel jugado por la ciencia en la victoria aliada fue
reconocido por el propio presidente de los Estados Unidos Franklin D. Roosevelt
en la carta que dirigió al líder de la comunidad científica norteamericana, Vannevar
Bush, para preguntarle qué había que hacer para que los descubrimientos que
permitieron ganar la guerra pudieran transferirse al ámbito civil para “ganar
las batallas de la paz”. La respuesta
tuvo un cierto toque endogámico porque recomendaba crear una agencia que -después
de muchas idas y vueltas- terminaría siendo la National Science Foundation
(NSF), para financiar el trabajo de los investigadores. Más tarde la
respuesta de Bush sería conocida como el “modelo lineal” que inspiró la
política posterior en la mayoría de los países.
Argentina no fue la excepción. La historia de la política científica y tecnológica local fue, en gran medida, imitativa y se manifestó en una sucesión de creaciones institucionales en la mitad del siglo. La Comisión Nacional de Energía Atómica fue creada en 1950, después del malogrado episodio de la isla Huemul, muy bien narrado por Mario Mariscotti. En 1956 fue reorganizada y se le concedió la autarquía. Aquel mismo año fue creado el INTA. Al año siguiente, 1957, fue el turno del INTI. Tan solo un año después fue creado el CONICET. Era 1958 y desde entonces hubo una larga pausa en la creación de instituciones, excepto que en 1969 durante el gobierno de Onganía fue creado el CONACYT, pero su existencia fue efímera. En cambio, la secretaría que lo asistía (la SECONACYT) lo sobrevivió transformada inicialmente en Subsecretaría, más tarde en Secretaría y -luego de algunos vaivenes que incluyeron modificaciones de su dependencia- en MINCYT. Algunas de estas instituciones estaban inspiradas por la CEPAL, como el INTA y el INTI o con influencia de UNESCO en el caso del CONICET. Tanto por las distintas influencias como por las tensiones políticas y la pugna de los diferentes actores, el diseño del sistema no estuvo suficientemente articulado. En términos de las categorías que usaba Jesús Sebastián se trató de un “sistema espontáneo” que daría lugar a diferentes conflictos a lo largo de los años.
El mundo ha cambiado
Siguiendo la opinión de Nacho Avalos, las actuales
circunstancias, que incluyen la globalización, los cambios tecnológicos
disruptivos, los nuevos modos de producción de conocimiento y también la crisis
del modelo de desarrollo, el aumento de la pobreza y el deterioro del ambiente
impactan sustancialmente sobre las instituciones y las políticas que, si no se
actualizan, se vuelven obsoletas. En las décadas transcurridas desde la
creación de las instituciones de la ciencia y la tecnología en Argentina la sociedad,
la política, el mundo, la ciencia, la tecnología y tantas otras cosas cambiaron
radicalmente. En los cincuenta todavía Daniel Bell no había anunciado el fin de
la sociedad industrial y el surgimiento de la postindustrial. Faltaban décadas
para la revolución de la microelectrónica, la informática y la irrupción de
Internet en todos los ámbitos de la vida social y personal. Ni hablar de la
globalización. Por lo tanto, el modo de crear conocimiento, promoverlo,
difundirlo y aplicarlo a la producción cambió sustancialmente. Pero la política
científica y tecnológica y sus instituciones en Argentina no parecieron darse
por enteradas.
Pese a todo, hubo una reacción ante las nuevas circunstancias durante la última década del siglo pasado. Las transformaciones en este caso llegaron de la mano de Juan Carlos Del Bello, primero durante su paso por la Secretaría de Políticas Universitarias y luego por la de Ciencia y Tecnología. De aquellos años fueron la CONEAU, el Programa de Incentivos, la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica (ANPCyT) y el Plan Nacional Plurianual de Ciencia y Tecnología 1998-2000, que tenía la novedad de estar enmarcado en el enfoque del Sistema Nacional de Innovación (SNI). El conjunto de medidas adoptadas tuvieron gran impacto y aunque algunas fueron inicialmente resistidas terminaron imponiéndose; fueron naturalizadas y constituyeron una suerte de “nueva normalidad”. En los años posteriores el sentido de muchas estas novedades fue burocratizándose y perdiendo su vigor transformador.
Éxitos discursivos agotados
En los años siguientes, entrado el siglo actual, se adoptó
una política que se revistió de un discurso que exaltaba el valor de la ciencia
y la tecnología pero que en la realidad pronto comenzó a dar evidencias de
agotamiento. El modelo incluyó la provisión de infraestructuras para ciertos
grupos prestigiosos a los que además se dotó de equipamiento y recursos
suficientes (lo que se percibe en la producción bibliográfica), pero al mismo
tiempo la levedad del diseño institucional permitió que el CONICET ejecutara
sus propias estrategias que dieron lugar a un crecimiento del número de
investigadores y becarios en forma desproporcionada con su presupuesto,
lo que le ha impedido darles todos los medios necesarios, entre ellos los
salarios adecuados para sostener el desarrollo personal de los investigadores y
tecnólogos.
En el caso de las becas, ya he argumentado que se concentró en el CONICET la mayor parte de la oferta, cuando hubiera sido mejor abrirla en más de una ventanilla, ya que quienes aspiran a una beca de doctorado no siempre tienen el propósito de convertirse en investigadores y mucho menos de que esto les genere algún tipo de derecho adquirido para entrar en la carrera del investigador. Por todo ello el CONICET debe ser evaluado en su funcionalidad, el uso de sus recursos, los resultados alcanzados y su relación con los otros integrantes del sistema institucional de la ciencia, la tecnología y la innovación. En muchos aspectos probablemente deba ser rediseñado.
No solamente el CONICET
El modelo también fue disfuncional con las universidades cuyo
número se multiplicó sin plan alguno, con el discurso de una seudo inclusión
y un seudo federalismo que muchas veces encubría simplemente el interés
político de algunos intendentes o gobiernos provinciales. Con el mismo criterio
se multiplicó el número de docentes que investigan en las universidades
nacionales sin que aumentaran suficientemente las dedicaciones exclusivas y se fortalecieran
en los rectorados los mecanismos de apoyo a la investigación que generalmente
quedaron convertidos en dependencias burocráticas poco profesionalizadas. Muchas
universidades optaron por ser relevadas de un papel más activo, descansando en
el sistema de decisiones del CONICET. Por todo ello, la relación del CONICET
con las universidades debe ser objeto de rediseño. Y es necesario que el
propio sistema universitario revise su desempeño en la producción de
conocimiento, la dedicación de sus docentes y la relación entre la investigación
y las otras misiones que le incumben institucionalmente.
Un sistema con muchos actores
Es preciso establecer con claridad que la política de
ciencia y tecnología es mucho más que una “política para los
investigadores”. Son muchos los protagonistas de las experiencias de
creación, difusión, adaptación y aplicación de conocimientos: obviamente, los
investigadores, pero también los tecnólogos, los comunicadores, los gestores y
los empresarios, entre otros. Antes hablé del concepto de “tecnociencia” que condensa esa multiplicidad.
Desde tiempos inmemoriales, inicialmente por influencia de UNESCO se habla de un sistema que articula los diferentes componentes. UNESCO, que actuó como difusora de modelos institucionales bastante similares en los países de América Latina, impulsó la aplicación de la teoría de sistemas, en sus distintas vertientes, al diseño del “sistema nacional de ciencia y tecnología” que fue objeto de numerosos trabajos (entre los que destaca la contribución de Francisco Sagasti). Hoy el sistema debe ser rediseñado, ya sea bajo la perspectiva tradicional o la del sistema de innovación. En cualquier caso, es necesario trabajar sobre las articulaciones, lo complementario y la indagación sobre las tendencias futuras. Todo ello forma parte de una política integral de un gobierno que ofrezca al país un rumbo de desarrollo equitativo y sostenible ambientalmente. De lo que se trata es de crear las condiciones para que los resultados de las investigaciones, como así también la adaptación de conocimientos generados fuera del país se traduzcan en impulsos a la innovación.
La gobernanza del sistema
La ciencia y la tecnología son transversales a todos los
ámbitos de acción del estado, por no decir a todos los ámbitos de la vida y la
organización social. Si se concibe la estructura del gobierno en forma matricial,
los problemas como la educación, la salud, la producción, las comunicaciones y el
ambiente, entre otros, merecen ser atendidos por ministerios u órganos
equivalentes. Pero las políticas de ciencia y tecnología son transversales,
como ya dije antes, por lo cual los problemas a resolver requieren la
interacción de los distintos organismos en todos los niveles. Es por eso por lo
que la forma institucional del órgano estatal que las impulse debe ser también
transversal y flexible. Esto no parece requerir necesariamente la conformación
de un ministerio dedicado exclusivamente a la comunidad científica, ni es
suficiente con que tal ministerio exista. Hay distintas experiencias en el
mundo y es preciso discutir la forma más adecuada que permita las sinergias y
evite los conflictos de competencias. Es necesario pensar en cómo se produciría
la gobernanza de la nueva estructura institucional rediseñada.
Corolario
Por todo ello, decía que cambiar la política científica y
tecnológica no implica que haya que cerrar el CONICET desconociendo todo lo
bueno que hay en él, sino que se refiere a la necesidad de corregir sus
disfuncionalidades, mejorar las condiciones de trabajo de investigadores,
tecnólogos y becarios, así como también optimizar su inserción en el sistema.
Tampoco tiene sentido privatizarlo, no solamente porque el sector privado no se
ha mostrado en general muy motivado por invertir en la producción local de
conocimiento científico y tecnológico para poder innovar, sino porque -como se
ha argumentado muchas veces en estos días- en todos los países la inversión en
investigación básica está mayormente a cargo del estado. Tampoco hay que cerrar
o privatizar la CNEA, ni la CONAE ni los institutos tecnológicos, aunque sí sería
bueno revisar sus vínculos con el sector privado. Todo el sistema debe ser
rediseñado y es necesario crear algunas instancias nuevas para los becarios.
Además, hay que crear condiciones para alentar al sector privado para que sea
realmente innovador. Es una tarea imprescindible y de largo plazo que ningún
nuevo gobierno puede soslayar ni banalizar.
Saludos Mario y gracias por estas nuevas reflexiones que en conjunto (con las anteriores entregas), reafirman la necesidad de preguntarnos por el modelo de país que pudiera hacer posible y sostener en el tiempo, estos cambios, los cuales, como bien lo mencionas, no se tratan de un problema sectorial, sino de toda la estructura que soporta la dinámica nacional.
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