“No
science no progress” decía una pancarta levantada el pasado 7 de marzo en una
manifestación de científicos en Boston, protestando contra las políticas del
presidente Trump. Más allá del motivo que los congregaba, vinculado con rasgos
xenófobos del actual gobierno estadounidense, la idea de que sin ciencia no hay
progreso tiene más fuerza que en otros momentos históricos. La ciencia es el
motor de la prosperidad, afirman quienes revisan los avances en salud, energía,
información, comunicación y muchos otros campos. Pero en el caso de la manifestación en Boston,
los investigadores actuaban como todos los colectivos que reclaman derechos:
manifestándose públicamente. Es decir, como ciudadanos que buscan apoyos en la
opinión pública. Esta pequeña historia sintetiza las dos caras de la relación
entre la ciencia y la sociedad: sin ciencia no hay progreso y sin progreso
social no hay ciencia. El progreso social a su vez demanda conocimientos y
valores por parte de los ciudadanos a fin de que comprendan lo básico de los
avances de la ciencia y la tecnología, así como de sus efectos benéficos y sus
riesgos. Es decir, una cultura científica.
La ciencia es esencialmente comunicable. Se trata de una
condición necesaria para la certificación de los conocimientos, su acumulación,
el aprendizaje y la difusión de sus resultados. Lo sabía bien Robert Merton
(1977), quien incluía la comunicabilidad como parte integrante del ethos del
científico. Lo sabía también Michael Polanyi (1962), cuando argumentaba que la
dinámica de la ciencia se apoya en los conocimientos adquiridos por los colegas
y en tal aprendizaje, basado en la comunicación de los resultados obtenidos por
unos y otros, se logra el avance de los conocimientos científicos.
Desde el
siglo XVII, quienes conformaban
el “colegio invisible”, según expresión de Robert Boyle en la etapa previa a la
creación de la Royal Society, ya reconocían que la comunicabilidad era clave
para el progreso científico. Esta convicción motivó la creación de las Philosophical
Transactions, en 1665, por parte de la Royal Society “para dar cuenta de
los actuales emprendimientos, estudios y trabajos de los ingeniosos en muchas
partes considerables del mundo”. En forma casi simultánea, la Académie de Paris creaba el Journal
des Sçavans con propósitos similares. En ambos casos, la comunicación
del conocimiento científico era pensada como un diálogo entre colegas y, en tal
sentido, como el lenguaje básico de la “república de la ciencia”. Sin embargo, la
comunicación con el público no especializado plantea un desafío diferente.
La sociedad interpela a la
ciencia
La preocupación
por comunicar los conocimientos científicos al público responde a la necesidad
de los ciudadanos por conocer los avances de la ciencia y comprender sus
efectos. En la cultura universitaria es tradicional la “extensión” del
conocimiento a la sociedad, como una de las tres funciones básicas de las
universidades, complementaria de las de docencia y de investigación. Pero
la preocupación “fuerte” por brindar información a la sociedad es más
contemporánea y entre otras razones puede ser vinculada con los movimientos
favorables a un control social de la actividad científica y lo que de ella se
deriva, luego de que la segunda guerra mundial permitiera el descubrimiento espantado
del poder de la ciencia, representado icónicamente por el hongo atómico de la
explosión nuclear.
También es asociable a los movimientos de protesta de los
años sesenta. Siguiendo esta huella, a partir de entonces han irrumpido en
escena movimientos estudiantiles, feministas, pacifistas y ecologistas, entre
otros, que han presionado para reorientar la investigación hacia fines civiles
y reclamado una mayor transparencia y apertura a la participación pública en
las decisiones del área. En la actualidad se ha ampliado la conciencia acerca
de problemas cuya comprensión y abordaje requieren conocimientos científicos.
Una nueva agenda, que responde a la preocupación común por el cuidado del
planeta, el cambio climático, las pandemias, los efectos de la manipulación
genética, los alcances de la inteligencia artificial y la pobreza, entre otros
problemas, sintetizan la interpelación de la sociedad a la ciencia. Ejemplo de
ello son los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), que integran la
Agenda 2030 impulsada por las Naciones Unidas.
La comunicación de la ciencia y de la tecnología a los
ciudadanos se convirtió en una práctica normal y dio lugar a la aparición de la
figura del comunicador científico con un perfil profesionalizado. Algunos
autores han señalado una paradoja en todo este proceso y es que al mismo tiempo
que la ciencia fue aumentando su importancia como dinamizadora de la economía
–la economía del conocimiento es fruto de tiempos recientes- esto produjo
algunos efectos contrarios a la transparencia reclamada, ya que favoreció el
secreto y la apropiación del conocimiento por parte de empresas. El ethos del
conocimiento desinteresado, universal, de libre disponibilidad, caracterizado
por Merton (1977) como lo esencial de la ciencia, no tropezaba con las demandas
sociales, en sentido amplio, sino con el interés privado y el secreto que
conlleva.
La pregunta que se sigue de lo anterior es: ¿qué es
lo que el ciudadano debe comprender y para qué necesitaría hacerlo? La
respuesta teórica está en el concepto de “cultura científica” entre cuyos
componentes hay conocimientos, valores y representaciones. Los ciudadanos
deben ser capaces de desarrollar una mirada crítica para poder discriminar
si hay valores implícitos en la transmisión del conocimiento, ya que la ciencia
no es neutral. Esto se evidencia cuando intereses o ideologías en conflicto utilizan
teorías científicas como argumentos, como ocurre en el debate sobre el cambio
climático, donde tanto los que lo afirman con base en evidencia empírica, como quienes
lo niegan apelando a ciclos históricos de largo plazo, buscan respaldo científico.
Cultura
científica
Es difícil
establecer un origen cierto de la expresión cultura científica. A partir
de la Ilustración, la ciencia y la cultura ya aparecían unidas en el concepto
de “civilización”, un término que a su vez está relacionado con la idea de
progreso. Pero quizás un punto de partida más actual fue en 1959, cuando
Charles Percy Snow (1988) pronunció su conferencia en Cambridge sobre Las
dos culturas, en la que señalaba las dificultades de comunicación entre
científicos y técnicos, por un lado, y humanistas por el otro.
En términos generales, toda cultura contiene, al menos,
información, valores y representaciones sociales. Una cultura científica, por
lo tanto, debería tener tales componentes, aunque referidos a la ciencia y la
tecnología. Es posible distinguir, por lo tanto, entre contenidos
"intrínsecos", a los que se puede describir como propios de los
procesos de alfabetización y educación científica tradicionales, y
"extrínsecos", tales como las representaciones sociales, actitudes y
valoraciones acerca de la ciencia y la tecnología.
En una sociedad
democrática y participativa, la cultura científica es clave para controlar
riesgos, usar responsablemente el conocimiento e impulsar la innovación. También
resulta esencial para sostener el apoyo público a la investigación, legitimando
así la inversión en ciencia y tecnología. Sin embargo, la cultura científica también
es manipulable. Puede servir tanto para justificar la inversión pública en
ciencia y tecnología, como para alimentar algunos temores sobre riesgos, a
veces legítimos, pero no siempre racionales o desinteresados. Por ello, es
fundamental preguntarse qué deben saber los ciudadanos para ejercer sus
derechos y responsabilidades con relación a la ciencia y a la tecnología.
Una relación asimétrica
Hay una cuestión adicional, y es relativa a la relación de la ciencia con el poder. Theodor Roszak (1968), quien quedará en la historia como autor de la expresión “contracultura” criticaba la cultura científica por su deriva hacia la tecnocracia y el cientificismo. Ese riesgo había sido ya advertido por Juan Negrín, quien además de haber sido primer ministro de la República Española era catedrático e investigador en fisiología. En 1942, estando exiliado en Inglaterra, Negrín participó en la reunión de la Asociación Británica para el Progreso de la Ciencia. Su intervención constituyó un alegato contra un enemigo que acecha al concepto ideal de democracia: la tecnocracia. En su libro de 1968 “El nacimiento de la contracultura”, Roszak afirmaba que:
“el principal interés de quienes financian la I+D seguirá polarizado hacia el armamento, las técnicas control social, la manipulación del mercado y la manipulación del proceso democrático a través de la información y el consenso prefabricado”.
Esta cita ha sido también recogida por José Antonio López
Cerezo y José Sánchez Ron (2001) en un texto sobre ciencia, tecnología,
sociedad y cultura en el cambio de siglo, en el que hacen mención del “síndrome
de Frankenstein” (el monstruo que hemos creado).
La idea de que la ciencia es un continente aislado que debe
ser vinculado mediante puentes comunicativos con la sociedad no ha sido así
siempre. En cambio, la idea de que la ciencia debe gobernar sí es antigua y más
de una vez ha sido imaginada como cláusula constitutiva de la relación entre la
ciencia y la sociedad, para que ésta pueda ser beneficiada por las aplicaciones
de los conocimientos adquiridos.
En su fantástico relato de la “Nueva Atlántida”, Francis
Bacon (1991) narraba la peripecia de unos navegantes que viniendo hacia Europa
desde el Perú quedaron atrapados por una tempestad. “Nos dimos por perdidos
y nos preparamos para la muerte”, ponía Bacon en boca del relator. Sin
embargo, la tormenta cesó y los navegantes recalaron en un buen fondeadero que
era el puerto de una bella ciudad “bien construida y que ofrecía un
agradable panorama”. Pronto habrían de saber que habían llegado al reino de
Ben Salem, una sociedad organizada de acuerdo con la racionalidad científica,
bajo la conducción de una cofradía de sabios: la Casa de Salomón, cuyo fin era:
“el conocimiento
de las Causas y de los movimientos ocultos de las cosas y el engrandecimiento
de los límites del imperio humano, para efectuar todas las cosas posibles”.
Y las cosas posibles eran sorprendentes:
"tenemos
profundas cavernas que usamos para coagulaciones, endurecimientos,
refrigeraciones y conservación de cuerpos; producimos nuevos metales
artificiales y otros materiales; tenemos diversos cementos, como la porcelana
de los chinos, pero en mayor variedad, tenemos grandes estanques de donde
obtenemos agua dulce del agua salada; tenemos diversas cámaras en las que
modificamos el aire; ensayamos toda clase de inoculación e injertos de árboles
frutales; tenemos medios para hacer crecer diversas plantas sin semillas; tenemos
aguas que maduramos para que se vuelvan nutritivas; tenemos tiendas de
medicinas con mayor variedad que en Europa, tenemos artes mecánicas y gran
variedad de hornos, cámaras de perspectiva en las que hacemos demostraciones de
todas las luces y radiaciones, así como multiplicadores de la luz; tenemos
fábricas de máquinas e instrumentos para toda suerte de movimientos"…
Tenían, además, ciudadanos satisfechos con este orden. La
ciudadanía en aquella isla se basaba en el reconocimiento de la primacía de los
científicos. Un detalle importante del relato del sabio de la Casa de Salomón
explicitaba la asimetría básica de la relación. Es sus palabras, refiriéndose a
los conciliábulos de aquel cenáculo de sabios, afirmaba:
“También nos consultamos
cuáles de los inventos y experimentos que hemos descubierto deben publicarse y
cuáles no; y hacemos todos juramento de secreto para ocultar aquellos que
pensamos conveniente mantener en secreto, aunque algunos de ellos los revelamos
a veces al Estado, y algunos no”.
Este último texto
contradice el carácter de necesaria comunicabilidad y universalidad de los
conocimientos, ya que otorga a los sabios el poder de revelar o no los
secretos, no solamente a la población, sino también al Estado. Tomando esto al
pie de la letra, la “Casa de Salomón” estaba por encima de todos, incluso por
sobre el propio Estado.
La cultura científica y la participación ciudadana
¿Es aplicable
la metáfora del Reino de Ben Salem a la problemática de la cultura científica y
la participación ciudadana contemporáneas? No puede ser, obviamente,
trasladable en forma directa. Sin
embargo, desde algún punto de vista, la difusión social de la cultura
científica puede repetir el mismo tipo de efecto: que la sociedad se organice
en torno a los valores de la ciencia, la que vería garantizada, de tal modo, su
posición de primacía. En este sentido, algunas facetas de la difusión de la
cultura científica podrían ser consideradas como la preservación de su propio
mito, hoy en buena medida desplazado hacia la tecnología.
Hilgartner (1990) y Shapin (1992) plantean la necesidad de correrse de una “visión dominante” de la comunicación científica –basada en la transmisión de contenidos, y de una imagen apologética y funcional a los intereses de las comunidades científicas- a una perspectiva “crítica”. Según ésta, además de aspectos cognitivos, la comunicación debe incorporar las dimensiones políticas, económicas, culturales, ideológicas, que hacen a la “construcción” de las ciencias; en general, todo lo que la visión dominante excluye por considerarlo externalidades: controversias, riesgos, conflictos éticos, incertidumbres.
La discusión sobre temas complejos de respeto al
ambiente, a la utilización responsable de los recursos naturales, a la
contaminación, al modelo energético basado en los hidrocarburos, al agua, a las
convicciones religiosas y a dilemas morales, entre otros, requiere información
y demanda conocimiento experto, es verdad, pero lo que se discute no es sólo
sobre el contenido científico o técnico, sino también sobre las consecuencias
sociales, económicas, políticas y morales, entre otras dimensiones.
Pensar y conocer
Creo que es pertinente recordar a Hannah Arendt para
reflexionar sobre cuánto debe saber el ciudadano para poder tomar posición. Ella
era muy crítica con la idea moderna de que el pensamiento sirve a la ciencia
empírica. Más bien distinguía entre conocer y pensar. El conocimiento pertenece
al ámbito de la ciencia. El pensar, en cambio, tiene que ver con la verdad. El
conocimiento genera información. El pensamiento, en cambio, conduce a la
responsabilidad personal.
El conocimiento es, con toda seguridad, necesario y de allí la importancia de la educación, ya que en el proceso educativo se adquiere una formación básica en ciencias exactas y en ciencias sociales; además, se aprende a pensar. La base educativa de una sociedad es la base de su cultura científica y ciudadana. Pero la información adaptada al lenguaje de los legos no los convierte en científicos y por lo tanto cabe preguntarse en qué medida ello los habilita para participar en la propia construcción cognitiva, ya que serán los propios científicos los que conservarán el poder de determinar qué conocimientos se comunican y cuáles no.
Es verdad que hoy es una idea frecuente la de que el conocimiento se construye a partir de problemas en cuya elaboración participan diversos actores. Pero en el límite, lo que conduce a la conciencia ciudadana es la capacidad de pensar, no el conocimiento de las explicaciones científicas. El pensamiento es condición básica de la ciudadanía. Es lo que constituye al ciudadano. El pensamiento está vinculado con la verdad y en este sentido el pensamiento conduce a enfrentar los riesgos porque el propio pensamiento es riesgoso. El pensamiento es de naturaleza moral y conduce necesariamente a confrontar con el mal.
Cultura ciudadana
La garantía de que la cultura científica no sirva como manipulación política, de mercados o de convicciones morales, no puede provenir de la propia ciencia sino exclusivamente de la ciudadanía. Dicho de otro modo, es necesario reconciliar el conocimiento con el pensamiento. El verdadero puente entre la ciencia y la sociedad se construye en la medida que los científicos asumen la cultura ciudadana, tanto como en la medida que los ciudadanos asuman la cultura científica. Esto es, cuando los científicos dejan de lado la pretensión de superioridad, cuando rompen la insularidad y cuando su actividad se orienta en función de valores profundamente humanos. Esto implica opciones y elecciones cotidianas.
Michael Polanyi
argumentaba en varios de sus textos que su buen amigo Bukharin, investigador
científico soviético en tiempos de Stalin se asombraba por las discusiones de
la comunidad científica inglesa sobre la utilidad social del conocimiento y
afirmaba que esos dilemas no existían en la URSS, porque la ciencia y el interés
social eran indistinguibles. La anécdota concluía, sin embargo, en que su amigo
fue fusilado por el estalinismo poco tiempo después, lo cual demostraba a la
vez su ingenuidad elemental y lo perverso del régimen. El relato ponía en
evidencia cómo el sistema impedía pensar y de ese modo aliviaba el pensamiento
crítico y eximía a los científicos de cuestionar sus propias decisiones, ya que
el estado las había tomado por él. La cultura ciudadana exige pensar y asumir
valores propios de un colectivo social más amplio que la comunidad científica.
Esto implica escuchar a la sociedad, como parte de ella, y tomar decisiones que
tengan en cuenta los contextos locales concretos.
En el torbellino de Internet
El siglo actual
es testigo de la explosión de las redes de usuarios y las grandes bases de
información en Internet. Desde 1998 ya existía Google, en 2001 se creó la
Wikipedia y en 2004 Facebook, a los que luego se sumaron Twitter (ahora X), TikTok
e Instagram. Más recientemente, en 2022 se lanzó el ChatGPT de OpenAI que
dispara todo tipo de fantasías acerca de su alcance y evolución futura. Toda la
información creada por los seres humanos parece estar allí al alcance de la
mano y los sistemas de búsqueda son extremadamente eficaces. Es posible acceder
inmediatamente a los textos completos de los artículos científicos, proyectos
de investigación desarrollados por redes a distancia, datos de mediciones,
resultados de encuestas de opinión, discusiones teóricas y de las otras,
creencias, datos científicos y seudocientíficos, noticias, ciertas o falsas y
la casi totalidad de los conocimientos, en un universo en el que, como decía el
tango, se mezclan la biblia y el calefón.
¿Cómo afecta este nuevo torbellino cognitivo el problema de la comunicación de la ciencia? Por un lado, tiene un impacto muy positivo porque abre enormes compuertas a la transmisión del conocimiento a través de todo tipo de medios digitales. El diálogo entre los científicos y otros actores sociales es tan directo como se desee. Pero por otro lado no garantiza la correcta comprensión ni facilita la distinción entre datos ciertos y falsos. Por tal motivo, es oportuno preguntarse si el acceso directo e instantáneo del público a datos e información contribuye a una mayor cultura científica.
La fascinación por un mundo en ebullición inmediata puede hacer más difícil la ponderación de los valores (se instalan valores nuevos que pueden ser como abalorios fugaces). Sin embargo, bajo nuevas formas subyacen los dilemas antiguos. El conocimiento debe ser certificado pero ¿quién lo certifica? Existe, sin duda el riesgo de que la información científica sea distorsionada y mal interpretada. Hay además un nuevo problema de “traducción” de términos técnicos, conceptos y procesos en lenguaje accesible para públicos no expertos. Esto acentúa los riesgos de sobre simplificación, reduccionismo, sesgos, malas interpretaciones y percepciones distorsionadas.
El pensamiento debe ser fortalecido para sostener el impulso ético y adoptar decisiones con sentido humanista basadas en la aspiración al bien común. Distinguir entre conocer y pensar es cada vez más necesario. No obstante, es preciso reconocer que no se trata de un fenómeno fugaz, sino de algo que ha venido a quedarse y cuyos rasgos tenderán a acentuarse. Se trata de un dato duro que debe ser abordado desde el pensamiento, pese a que por su novedad y por su carácter tan disruptivo, no ha habido todavía tiempo de pensarlo adecuadamente. Pensar cómo movernos en medio del desborde informativo es una tarea fundamental para quienes se ocupan de la comunicación de la ciencia y para la formación de una conciencia ciudadana que asuma los tiempos que corren. Pensar en estos procesos es, sin duda alguna, un desafío para los estudiosos de la relación entre ciencia y sociedad.
Nota
Este texto es relativamente antiguo (no solamente por
la fecha en sí misma, sino por la cantidad de acontecimientos a partir de
entonces). Contiene reflexiones que fueron presentadas bajo el título
"Cultura científica para los ciudadanos y cultura ciudadana para los
científicos" en el seminario internacional sobre cultura científica
organizado por la Universidad de Salamanca en noviembre de 2013. Al año
siguiente fue publicado en la Revista Luciérnaga (ISSN 2027-1557), editada por
varias universidades de Colombia y México (https://doi.org/10.33571/revistaluciernaga.v11n21a4). ¿Por qué creo
que tiene sentido incorporarlo ahora al blog? Porque aborda aspectos centrales
de la política científica y tecnológica, como son la cultura científica y la
contribución de la ciencia al desarrollo económico y social. En este marco, la
referencia a la Nueva Atlántida, de Francis Bacon, es indispensable. Adquiere
también nueva actualidad la distinción entre pensar y conocer, de raíces en
Hanna Arendt, que resulta ser tan valiosa en estas épocas de dogmatismos y
fanatismos en medio de un cambio tecnológico acelerado.
Agradezco la lectura crítica y las excelentes sugerencias hechas por Carina Cortassa. También las criteriosas opiniones de Rodolfo Barrere.
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POLANYI, Michael (1962); The
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POLANYI, Michael (1983); The
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ROSZAK, Theodore (1968); El nacimiento de una contracultura;
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SHAPIN, Steven (1992). Why does
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SNOW, Charles P. (1988); Las dos culturas; Nueva Visión,
Buenos Aires.
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